© David de Flores Serie El Mar y el Infinito

Hago fotografías porque quiero contar cosas.

Cosas que la mayoría de las veces no puedo expresar con palabras. A lo mejor se puede con un gesto, una mirada o quizás un silencio.

Porque hay cosas que se dicen mejor callando y mirando.

Me gusta mirar.

Mirar el espacio que hay sobre el horizonte vacío.

Un vacío que rellena el mundo y permite a las cosas ser o que lleguen a ser.

Me pregunto entonces por la obsesión de completar, de rellenar agujeros como si tuviéramos miedo al vacío y quisiéramos ocuparlo porque nos pareciera una locura y un derroche tener todo espacio libre sin organizar.

Y digo tener y ya estoy diciendo demasiado, porque tener implica un “mío” que no es “mío” sino “nuestro”, algo que tendría que ser sinónimo de inabarcable,

in-delimitable,

in-urbanizable.

A veces no me queda más remedio que mirar hacia el mar porque la vista de la costa me parece un atentado, un exceso de escuadra y cartabón con la cartera en la mano rebosante de lógica gris que secciona, cubica y oferta.

Por eso me doy la vuelta y miro el vacío que completa el mar.

Me gusta ese espacio diáfano y sentirme a solas con el mundo, un mundo entero para mí.

Y aquí, “a solas” es muy diferente a “solo”, porque no es lo mismo “estar solo” que querer estar a solas.

Y eso es, esencialmente lo que hago cuando hago fotografías, estar a solas con el mundo y permitirme ese gran lujo de escuchar ese vacío y recibir todo su influjo.

Un bramar del oleaje y una luna desafiando a la luz del día.

Viento, salitre y arena entre los pies.

Y de ese infinito vacío solo guardo un pedacito encuadrado en la placa de 4×5 en el que procuro ver las buenas cosas del mundo.

Amor, humor y respeto


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