Paul Strand se convirtió en una leyenda para mí, con su silencio, su integridad, su independencia y su extraordinaria energía.
El no tenía edad. Su ojo no tenía edad. Siempre estaba ocupado con dos cosas: el ser y el devenir, mientras conversaba íntimamente con el tiempo y el espacio
Su serenidad no era más que aparente. De hecho, pugnaba intensamente con aquellos movimientos difíciles de tiempo y espacio en los que, a veces, ocultaba su principal razón para existir. Su forma de trabajar era deliberadamente casual; el siempre actuaba «como un lugareño», conectando con aquellos personajes cuya presencia quería retratar. La gente pensaba que era descuidado o demasiado confiado cuando lo veían dejando su cámara sola en mitad de la calle, como si estuviera más preocupado por lo azaroso y vulgar que con lo excepcional. Calculaba sus ausencias y al regresar recogía los frutos. El sabía lo que iba a encontrar: el cruce de un tiempo determinado con un espacio particular.
Algunas veces, solo tenía que ocuparse de los problemas más simples: una fracción más o menos del tiempo de exposición. Parecía que solo era una cuestión técnica pero, secretamente, manejaba los tiempos entre el infinito y el tic-tac de su reloj, susurrándole el lenguaje de la inmortalidad.
Strand ha vivido una gran época. Tal vez podemos decir que vivió entre el amanecer y el mediodía, entre la sensibilidad renacentista y su propia mística voz interior (…).
-Extraido de Un Paese, prólogo de Cesare Zavattini-