En 1953, Paul Strand le comentó a Cesare Zavattini que tenía la intención de fotografiar un pueblo italiano que reuniera las particularidades y el espíritu de las gentes italianas. Cesare le confesó que el lugar ideal era Luzzara, el pueblo donde nació, en el valle del Pó.
Italia, 1953. Posguerra. Campesinos. Camisas negras. Hambre. Bicicletas. Tierra. Labor. Caminos. Arroz. Es como si estuviéramos en una novela de Miguel Délibes o Julio Llamazares. Algo cercano, aunque en otra península. Carácter latino. Mucho más cerca de lo que pensamos.
-«Nunca quise casarme con un granjero porque no quería ser una esclava de la tierra hasta el día de mi muerte. Mi único placer es bailar (….)»–
Lo maravilloso de no saber nada y querer conocer es que, a cada paso que das, todo es un descubrimiento. Es como avistar tierra desde mar adentro. Y no una tierra cualquiera, sino tierra prometida. La de los preciados metales. Empezar caminando la senda y ver los hielos de la cumbre a lo lejos.
Paul visitó Luzzara en dos ocasiones, una en primavera y otra en otoño, pasando en total algo más de tres meses conviviendo en el mismo pueblo con todos sus habitantes. Y eso se nota. Es como estar en mitad de una película coral, en la que los protagonistas se van sucediendo y nos cuentan un poco de sus vidas, sus ilusiones o problemas, los anhelos o sus comidas favoritas. Nos hablan mirándonos a los ojos, sin apartar la vista, mientras nos dicen lo que les gusta hacer los domingos por la mañana, como perdieron a sus seres queridos en la guerra o lo difícil que es vivir toda una vida atada a la tierra.